Bernardo García Pintado (Quiñones del Río, León) se ha pasado su larga vida cantando las alabanzas divinas en gregoriano y enseñando a varias generaciones de aspirantes a monjes a interpretarlo y amarlo. Ha caminado gozoso siguiendo la estrella y la estela del ora y labora (y también del adora), que durante siglos han brillado en el firmamento de los claustros monásticos. A un lado y otro de ese sendero ha ido arrojando semillas de vida en forma de reflexiones en la Revista Litúrgica Argentina y en Glosas Silenses, como director de ambas durante varios años. Ha cultivado con esmero el jardín de la poesía, cuyos ramilletes de poemas siguen exhalando su aroma en tres distintos pomos: Canto silente (Sial 2008), Máteme tu hermosura (Sial 2008) y El Río del misterio -con un CD- (Sial 2010). Mientras estuvo en el Monasterio Benedictino de las Condes en Chile frecuentó la Universidad Católica de Santiago y aprendió a bucear en el mar de sabiduría de los padres de la Iglesia, cuyo trofeo más representativo lleva el nombre de Espiritualidad y «Lectio divina» en las «Sentencias» de San Isidoro de Sevilla, Ediciones Monte Casino, Zamora, 1980.
Después de cincuenta años engendrando hijos de Dios y miembros de la Iglesia mediante el Bautismo y asistiendo a centenares de nupcias cristianas como testigo representante del Señor y en nombre de la misma Iglesia, de modo especial en el Monasterio de San Benito de Buenos Aires donde vivió veintisiete años, en la actualidad, sin dejar de entonar el ora et adora, pastorea con su cayado la grey de la Villa de Silos. Y aún le queda tiempo para practicar el labora en la biblioteca. El secreto de cómo ha hecho y cómo hace todo lo dicho nos lo cuenta en estas Confesiones de un monje.
En el transcurrir diario tras la búsqueda de Dios, que esa es la primordial tarea del monje, el autor penetra más allá de los acontecimientos y de las cosas y descubre esa «Presencia latente» del Dios-Amor. Otras veces se deja seducir por «Aquella mirada» penetrante y acariciadora del Padre, que es ternura, y que ha quedado tatuada en su alma. O, también, atrapa con avidez esa «Música callada», que pacifica el alma y colma de armonía la morada interior. Todo ello hilvanado bellamente con mano de artista y con la sencillez y transparencia del niño que todos llevamos adentro y que el P. Bernardo no se recata en manifestar: «Gozas, Señor, jugando el escondite / con el niño escondido aquí en mi centro» […] «Cuando ese niño juega a ser adulto, / se oscurece su luz y transparencia».
Aunque estos poemas están encarnados profundamente en la realidad humana, pues nada de lo humano les es ajeno, no obstante son verdadera poesía mística, ya que el poeta canta y cuenta la experiencia del amor de Dios en su alma y en las criaturas, que para él no son sino huellas y transparencias de la Presencia, la Mirada y la Música que moran, plenifican y visten de fiesta el aposento interior del monje-poeta. Son plegarias, efluvios del alma, semillas y esencias de contemplación, soliloquios de enamorados, desahogos amorosos ante la luz que inunda el alma al descorrer la cortina de esa Presencia latente y, por eso, el P. Bernardo grita con san Juan de la Cruz: Máteme tu hermosura.
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