El paisaje rocoso, invadido por un enjambre de pinos, unos en edad de merecer y otros impúberes, demuestra elocuentemente que sobre esta tierra la botánica dijo sí. A veces, entre el arbolado, se ven porciones de casas, fragmentos de fachadas apenas perceptibles tras el antifaz de los pinos, que casi las ocultan totalmente.
Ya de regreso Laval se asoma a su terracita del hotel Palas Atenea. Mira el Paseo Marítimo y el mar propincuo que desde su observatorio parece un diminuto lago de fronteras extrañas: por tres de sus linderos limita con hileras de yates que conforman una frontera blanca, y por el lindero interior limita con los vehículos estacionados en batería.
José Menéndez Hernández (Madrid). Licenciado en Ciencias de la Información, Doctor en Derecho, del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado, Registrador de la Propiedad y ex Magistrado del Tribunal Supremo. Fue colaborador de ABC en Tegucigalpa en 1968 y, entre 1972 y 1975, columnista de Nuevo Diario. Corresponsal de ABC y TVE en Guinea Ecuatorial desde 1965 hasta 1968. Es autor de quince libros y de más de doscientos cincuenta trabajos sobre temas jurídicos. Profesor de la Universidad Complutense durante ocho años, también ha sido docente en la Universidad de Tegucigalpa y en la de las Islas Baleares. Ha publicado, entre otros libros no jurídicos, Leyendas y relatos deGuinea Ecuatorial (2009), Los últimos de Guinea. El fracaso de la descolonización (2008), Los opositores (2010), «París la nuit» y otros relatos (2012), Crisol de vivencias (2013), El novio de la vida (2014), Bubi de Rebola y otros relatos (2014), La revolución verde (2015), Ni Adán ni Eva (2015), Dos discursos y una boda (2016), La fábula de las tres leonas y otros relatos (2017) y Por deseo de Júpiter. La metamorfosis de la mitología griega en el siglo XXI (2018)
El primer día va hacia Pollensa. Las rocas del litoral presentan cortes profundos porque están cólicamente talladas. Una poda bravia ha dejado mancos a los vigorosos plátanos de Indias. Una crepitación de florecillas amarillas entre el césped omnipresente parece una oleada rubia. Un viento mesurado arranca movimientos lánguidos a las palmeras. La costa es un continuo acantilado hosco, intratable, desafiante. En el puerto deportivo, la inmensidad de los palos mayores desnudos, sin las velas desplegadas, parece un bosque marino. Un lienzo de mar domesticado y tranquilo, en el que windsurfistas veloces se deslizan vertiginosos impulsados por su mariposa colorista de una sola ala, de un único élitro. Un sol poderoso se tumba en las fachadas de las casas, adueñándose de su color. Gama de azules: contrasta el azul brioso del mar con el azul exangüe del cielo. La autopista parece un ampuloso río de asfalto en medio de un bosque de coniferas. Varios carteles, anunciadores de urbanizaciones o de mercaderías más o menos selectas, profanan el paisaje.
La superficie del mar, sin olas, parece bruñida como un inmenso mineral. Nubes pequeñas, algodonosas, avanzan como un ejército en progresión; son nubes invasoras que imponen su protagonismo blanco.
Por la ventanilla del coche penetra un olor campestre: un híbrido de pino, de retama, de higuera, tal vez más intenso por el arbolado rasurado que se divisa a los lados de la carretera.
El paisaje rocoso, invadido por un enjambre de pinos, unos en edad de merecer y otros impúberes, demuestra elocuentemente que sobre esta tierra la botánica dijo sí. A veces, entre el arbolado, se ven porciones de casas, fragmentos de fachadas apenas perceptibles tras el antifaz de los pinos, que casi las ocultan totalmente.
Ya de regreso Laval se asoma a su terracita del hotel Palas Atenea. Mira el Paseo Marítimo y el mar propincuo que desde su observatorio parece un diminuto lago de fronteras extrañas: por tres de sus linderos limita con hileras de yates que conforman una frontera blanca, y por el lindero interior limita con los vehículos estacionados en batería.
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