Vicente Araguas (Xuvia-Neda, Coruña, 1950), doctor en Filología inglesa, tiene un largo recorrido como lobo solitario, así prefiere definirse, de la Literatura. Ajeno a negociados, círculos y cenáculos, tribal (del Portazgo nedense que lo vio nacer y ama con amor definitivamente carnal) y al tiempo, cosmopolita, Araguas escribe con la misma libertad e independencia con la que se entrega a la (sin)razón erótica. Tal como se puede ver en el libro que el lector tiene ante sí, apenas una entrega de otros que han de venir en la misma línea. Intérprete de su poesía Vicente Araguas la ha movido también por Escocia, Francia, Estados Unidos, República Checa, Italia o Portugal —estas tres naciones han visto libros del autor en sus idiomas originales, en traducciones de Klára Goldstein, Sabrina Lembo o Viale-Moutinho—. Si bien Vicente Araguas transita por diferentes géneros literarios —suya es la novela Viaje al país de la luna. Amadeo I—, su opción preferida es la poética. En ella se encuentra Que voy de vuelo, con raíces inevitablemente místicas. La manera amorosa que mejor entiende, y proclama, este poeta de soledades compartidas. Para quien la Poesía, que enseña actualmente en el Colegio Logos, de Molino de la Hoz (Madrid), es conocimiento y experiencia, manera de vivir y de amar, alfa y omega de esa fruta-oxímoron, por dulce y amarga, que llamamos vida.
En realidad este libro formaba parte de otro. No era sino el desenlace de Variaciones Goldstein, un volumen que sigue cuajándose como la historia que en él viaja, y que visto lo visto ahora será la segunda parte de una trilogía, completada con Solealba.
Ocurre que ese remate, construido sobre doscientos versos, comenzó a tirar de mí, los libros suelen tener vida propia. Y como seguía progresando, decidí dejarme llevar por el ritmo de los alejandrinos, que es la métrica que me escogió. Y digo bien. Porque no fui yo quien optó por ella. Sino que se produjo, y los poetas y los amantes de la poesía en general ya me están entendiendo, ese milagro, esa simbiosis, entre el género y el intérprete, de manera que no se sepa bien qué cosa fue primero. (…) Como es evidente, el título y algunos versos, pocos, pero sí el espíritu del libro, se lo debo a San Juan de la Cruz. El poeta más alto de cuantos conozco.
(…) Hay alguien que ha estado conmigo en todo el proceso de elaboración de Que voy de vuelo. ¿Cómo no celebrar a Klára, con quien emprendí este vuelo y otros más, alguno también a bordo de un barco que no llevaba a Citérea, pero bien podría haberlo hecho? Y en el remate de este desenlace, va también mi última voluntad. Otra historia. Naturalmente. Tan naturalmente como las manos que ante mí estoy viendo, bronce sobre albo, más ermita que catedral, más primitivismo que Rodin, más lo tierno que lo grave. De vuelo. Siempre de vuelo; manos como palomas.
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